Alrededor de 1966, comencé a indagar sobre varios problemas que impedían el cabal desarrollo del escritor mexicano. Las primeras entrevistas con narradores y poetas las publiqué en el suplemento de El Nacional, Revista Mexicana de Cultura, entonces dirigida por el inolvidable poeta español Juan Rejano. Conversé con los más distinguidos escritores: Juan Rulfo, Ricardo Garibay, Vicente Leñero, Augusto Monterroso, Eduardo Lizalde, Fernando del Paso, Salvador Elizondo, José Agustín, Julieta Campos, entre otros. Más adelante, en 1975, el Fondo de Cultura Económica, en una serie ya desaparecida, Archivo del Fondo, reunió las pláticas en forma de libro y lo editó bajo el nombre de El escritor y sus problemas. Incluí nuevas opiniones de narradores y poetas a través de un cuestionario que hice circular.
El eje del libro era una preocupación básica: ¿de qué vive el escritor mexicano? ¿Tiene los recursos necesarios para dedicarse de lleno a la literatura, a leer, escribir y quizá viajar para conocer distintos escenarios? La cultura no es barata ni está al alcance de todos. La mayoría de las respuestas oscilaron entre la seriedad y el sentido del humor. En el fondo subyacía una especie de tragedia: salvo contados casos, en México el escritor no logra vivir exclusivamente de su tarea como narrador o poeta, ayer y hoy. Casi todos los que entrevisté en ese entonces vivían con modestia, en el mejor de los casos, con orden y limpieza como los que hallé en el departamento de Juan José Arreola.
Sí, ¿de qué vive el escritor en México? Alguna vez, el entonces no tan famoso Gabriel García Márquez precisó: “Hay que vender como cuatro ejemplares de una novela para llevar a los niños al cine.” Para él la situación ha cambiado, pero es un caso extraño, su talento lo llevó al éxito y los problemas se acabaron, ¿y los demás, los que asimismo poseen talento y sensibilidad y no logran vender mucho? Entre el analfabetismo, el cada vez menos inteligente apoyo estatal y la competencia con los medios electrónicos, la gente compra menos libros y ello agudiza las dificultades e impide el desarrollo cabal de un joven poeta o de un incipiente novelista. El Centro Mexicano de Escritores era el único punto de ayuda a poetas, ensayistas y narradores que luego de su paso por esa institución legendaria, aspiraban a una gran beca norteamericana: la Gugenheim, que algunos consiguieron.
En aquella época eran pocos los escritores que podían decir que vivían exclusivamente de sus regalías, Luis Spota y Carlos Fuentes, digamos. Personajes como Jaime Torres Bodet, Rafael Solana y Agustín Yáñez tenían mejores posiciones merced a sus cargos públicos. Salvador Novo vivía sí del teatro, pero también de sus ingresos como autor de publicidad aguda. A cambio, Juan de la Cabada y José Revueltas se sostenían con apreturas.
De mi generación, el más arriesgado fue José Agustín, quien se propuso, en una acción corajuda, vivir de sus libros. Cuando inicié una afortunada amistad con Juan Vicente Melo, el soberbio narrador, crítico literario y musical, recibía dinero de sus clases en la Universidad Iberoamericana. Para colmo, Juan Rulfo me hizo una desconcertante confesión: de sus regalías apenas percibía algún dinero, lo fundamental le venía de su trabajo en el Centro Mexicano de Escritores, de tareas cinematográficas y de su presencia en el Instituto Nacional Indigenista. Los que mejor vivían eran sin duda aquellos que habían pasado por la alta burocracia o que fueron embajadores como Alfonso Reyes y Octavio Paz.
La creación del CONACULTA, que pudo haber sido una magnífica idea, se distorsionó desde el principio y se agudizaron sus problemas, sobre todo a partir de 2000, que en manos panistas, refractarias a la cultura, sólo ha dado tumbos. No han sido capaces de formular una política cultural y cada día que pasa crea más insatisfacciones en la comunidad de artistas de toda índole. Salvo los beneficiados, los protegidos, quienes no necesitan apoyos, la gran mayoría muestra su malestar.
Actualmente, la situación no sólo no ha cambiado sino ha empeorado, pues los cursos, conferencias o presentaciones de libros, que constituyen otra fuente de ingresos para el escritor, son cada vez más escasos, y ahora no pagan, pensando en que el escritor debe darlos gratuitamente. Diversas instituciones oficiales argumentan que les han reducido el presupuesto y entonces realizan eventos culturales a costillas del pobre intelectual. Cuando tienen que viajar a provincia, pagan transporte y modestos viáticos, pero no honorarios, a pesar de que el escritor tiene que dedicar tiempo y trabajo para una conferencia. Bernardo Ruiz me hizo llegar un artículo de Fernando de Ita, donde narra las exigencias de un burócrata, Luis Corrales Vivar, director de Cultura, Recreación y Bibliotecas de Hidalgo: “Un artista no debe cobrar, sus actividades deben ser quijotescas; hay cosas más importantes, como el drenaje y el agua, la cultura tiene poco presupuesto; la cultura nada tiene que ver con el dinero, sino con el interés de la gente… La actividad quijotesca se hace porque te gusta sin esperar nada a cambio”.
Intelectuales del mundo, seamos paupérrimos, pero “quijotescos”. El dinero es para los políticos. Aprendamos a no comer. Así, al menos seremos esbeltos.
El eje del libro era una preocupación básica: ¿de qué vive el escritor mexicano? ¿Tiene los recursos necesarios para dedicarse de lleno a la literatura, a leer, escribir y quizá viajar para conocer distintos escenarios? La cultura no es barata ni está al alcance de todos. La mayoría de las respuestas oscilaron entre la seriedad y el sentido del humor. En el fondo subyacía una especie de tragedia: salvo contados casos, en México el escritor no logra vivir exclusivamente de su tarea como narrador o poeta, ayer y hoy. Casi todos los que entrevisté en ese entonces vivían con modestia, en el mejor de los casos, con orden y limpieza como los que hallé en el departamento de Juan José Arreola.
Sí, ¿de qué vive el escritor en México? Alguna vez, el entonces no tan famoso Gabriel García Márquez precisó: “Hay que vender como cuatro ejemplares de una novela para llevar a los niños al cine.” Para él la situación ha cambiado, pero es un caso extraño, su talento lo llevó al éxito y los problemas se acabaron, ¿y los demás, los que asimismo poseen talento y sensibilidad y no logran vender mucho? Entre el analfabetismo, el cada vez menos inteligente apoyo estatal y la competencia con los medios electrónicos, la gente compra menos libros y ello agudiza las dificultades e impide el desarrollo cabal de un joven poeta o de un incipiente novelista. El Centro Mexicano de Escritores era el único punto de ayuda a poetas, ensayistas y narradores que luego de su paso por esa institución legendaria, aspiraban a una gran beca norteamericana: la Gugenheim, que algunos consiguieron.
En aquella época eran pocos los escritores que podían decir que vivían exclusivamente de sus regalías, Luis Spota y Carlos Fuentes, digamos. Personajes como Jaime Torres Bodet, Rafael Solana y Agustín Yáñez tenían mejores posiciones merced a sus cargos públicos. Salvador Novo vivía sí del teatro, pero también de sus ingresos como autor de publicidad aguda. A cambio, Juan de la Cabada y José Revueltas se sostenían con apreturas.
De mi generación, el más arriesgado fue José Agustín, quien se propuso, en una acción corajuda, vivir de sus libros. Cuando inicié una afortunada amistad con Juan Vicente Melo, el soberbio narrador, crítico literario y musical, recibía dinero de sus clases en la Universidad Iberoamericana. Para colmo, Juan Rulfo me hizo una desconcertante confesión: de sus regalías apenas percibía algún dinero, lo fundamental le venía de su trabajo en el Centro Mexicano de Escritores, de tareas cinematográficas y de su presencia en el Instituto Nacional Indigenista. Los que mejor vivían eran sin duda aquellos que habían pasado por la alta burocracia o que fueron embajadores como Alfonso Reyes y Octavio Paz.
La creación del CONACULTA, que pudo haber sido una magnífica idea, se distorsionó desde el principio y se agudizaron sus problemas, sobre todo a partir de 2000, que en manos panistas, refractarias a la cultura, sólo ha dado tumbos. No han sido capaces de formular una política cultural y cada día que pasa crea más insatisfacciones en la comunidad de artistas de toda índole. Salvo los beneficiados, los protegidos, quienes no necesitan apoyos, la gran mayoría muestra su malestar.
Actualmente, la situación no sólo no ha cambiado sino ha empeorado, pues los cursos, conferencias o presentaciones de libros, que constituyen otra fuente de ingresos para el escritor, son cada vez más escasos, y ahora no pagan, pensando en que el escritor debe darlos gratuitamente. Diversas instituciones oficiales argumentan que les han reducido el presupuesto y entonces realizan eventos culturales a costillas del pobre intelectual. Cuando tienen que viajar a provincia, pagan transporte y modestos viáticos, pero no honorarios, a pesar de que el escritor tiene que dedicar tiempo y trabajo para una conferencia. Bernardo Ruiz me hizo llegar un artículo de Fernando de Ita, donde narra las exigencias de un burócrata, Luis Corrales Vivar, director de Cultura, Recreación y Bibliotecas de Hidalgo: “Un artista no debe cobrar, sus actividades deben ser quijotescas; hay cosas más importantes, como el drenaje y el agua, la cultura tiene poco presupuesto; la cultura nada tiene que ver con el dinero, sino con el interés de la gente… La actividad quijotesca se hace porque te gusta sin esperar nada a cambio”.
Intelectuales del mundo, seamos paupérrimos, pero “quijotescos”. El dinero es para los políticos. Aprendamos a no comer. Así, al menos seremos esbeltos.
Miércoles 22 de Sep. 2010
La Crónica
http://www.cronica.com.mx
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